VIERNES SANTO


Un hombre delgado, mayor, con aspecto casi enfermizo habla de la desaparición del insigne escritor Gabriel García Márquez, acaecida ayer. El hombre, catedrático de la Real Academia Española, nos habla sentado en una silla situada en un jardín.
Mientras escucho su voz, mis ojos se fijan en el movimiento de las hojas y las flores impelidas por la brisa primaveral que imagino fresca, anticipando el cambio de tiempo que parece se va a producir.

Estoy sentada de forma indolente en la butaca, relajada, al lado del ventanal casi cerrado, recibiendo la luz del sol contra el cristal y también, por la pequeña abertura que he dejado abierta, siento esa misma brisa.
La siguiente noticia nos relata el naufragio de un pesquero en la costa asturiana que ha causado la muerte de tres marineros. Nos ofrecen imágenes del pueblo costero y del mar, que aparece calmo y refleja en su superficie la luz del sol.

Mi mente divaga y desconecta del noticiario; casi sin saberlo reflexiono acerca de la futilidad, la fragilidad de la vida humana.
Pienso en las familias de los pescadores. No conozco a los hombres desaparecidos, por tanto no los identifico con un nombre concreto pero sí puedo sentir como echarán en falta su presencia, el contacto de su piel, la mirada, las expresiones. Como recordarán quienes les quieren su comida favorita, los juegos con sus hijos, las partidas de cartas o qué se yo, aquello que les definía y les hacía ser como eran.

Recuerdo también la obra del escritor. Una gran obra que perdurará y que hará que le recordemos cada vez que volvamos a releerla. No está él pero sí sus palabras ya de forma inmortal.
Miro la pantalla del televisor donde nos vuelven a hablar del autor y nos ofrecen los mensajes que, Twitter y Facebook mediante, han hecho llegar diversas personalidades. De fondo, imágenes del escritor en diversas épocas de su vida.

Reflexiono acerca de como cambia el aspecto con el paso de los años, la misma mirada enmarcada cada vez por más arrugas, el pelo encanecido y la piel curtida en un sinfín de aventuras vitales.
Cambia el aspecto y queda la obra.

Queda de nosotros lo hecho, lo dicho, lo expresado en forma de abrazos, de sentimientos brotados de bien adentro. No importa si los escribimos, los pintamos, los componemos o tal vez ni siquiera dejamos constancia de ellos de forma tangible.
Alguien recordará nuestra forma de andar, algo que una vez dijimos o acaso la manera de acariciar a quienes amamos.

No importa pues tanto la estética como la ética propia de cada uno y los valores en que las sustentamos.

Tema recurrente en quien suscribe: los próximos días veremos como políticos de diverso pelaje desfilarán y meterán baza en los dos escenarios que me han llevado a escribir estas líneas.
 La política, perdido ya todo significado literal, es pura estética frente al pueblo que debe imponer la ética, la forma en que quiere ser gobernado.
Es por tanto imperdonable la desidia, la pereza que impide alzar la voz para reclamar el cambio, otra manera de vivir en sociedad. El silencio no debe ser cómplice de un sistema en modo alguno inalterable.

El tiempo pasa. Para todos. De nosotros depende como seremos recordados. 

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