UNA NAVIDAD PERFECTA


El pájaro extendió sus alas y se alejó hacia el cielo rojizo del atardecer. La niña se abstrajo con la trayectoria del ave hasta que no fue más que un punto casi imposible de seguir con la mirada.
Se arrebujo en la bufanda y se caló bien el gorro. Buscó los guantes en el bolsillo y se los puso. Pensó que ya era hora de regresar al hogar de gruesos muros de piedra para tumbarse en el viejo y cómodo sofá, situado frente a la gran chimenea que caldeaba toda la estancia.

El antiguo caserón, enclavado en la ladera de la colina, pertenecía a sus abuelos paternos y antes a los padres de su abuelo. Todos ellos habían dedicado sus vidas a cultivar las tierras y a criar el ganado, manteniendo la propiedad.

Ahora, era el lugar, apartado del tiempo y el espacio habituales de su rutina urbana, al que iban de vacaciones y cuando podían realizar alguna escapada.

A la niña le fascinaba el enclave. Lo conocía casi desde que nació. Le eran familiares los olores, los sabores y los ruidos. Disfrutaba de la libertad que otorgan la falta de prisa y el extenso espacio para jugar. Allí no tenía que consultar el reloj ni vigilar por donde cruzaba.


La niña empezó a caminar en dirección a la casa, pero se desvío hacia uno de los prados y empezó a dar vueltas sobre sí misma; en aquel instante se sentía tan poderosa como el pájaro y le parecía que también ella podía alzar el vuelo con los brazos extendidos. Cuando paró, se dejó caer en el suelo helado y se puso a contemplar las nubes. Estuvo así un buen rato, hasta que el cielo se tornó casi oscuro. Se levantó y volvió al sendero. Al poco, oyó los ladridos del perro de los abuelos. Cuando anochecía, la abuela llamaba al perro y le abría la puerta de la enorme cocina para darle un cuenco lleno de comida. A la niña le gustaba estar allí.


Oyó llegar un coche y pensó que serían sus padres que volvían del pueblo. Se habían ido después de comer para adquirir lo necesario para la cena de fin de año. A la niña le sorprendía que hubieran tenido que volver a comprar. Cuando llegaron hacía unos días, traían el coche lleno de bolsas y paquetes, casi como si ellos fuesen unos Reyes Magos cargados de exquisiteces.

Otros familiares también trajeron comida para celebrar las fiestas y la cocina y el resto de la casa se llenaron de agradables y festivos aromas.

Luego, los abuelos dejaron subir a la niña y a sus primos al desván donde, entre trastos y muebles desvencijados se hallaban un armario y un arcón.

En verano, a la niña le gustaba abrir el armario y disfrazarse con la ropa que allí se guardaba. Entre saquitos de lavanda, la niña encontraba vestidos, faldas, pañuelos y guantes. Entonces su imaginación se disparaba y fantaseaba con ser una gran dama, una campesina o cualquier otro personaje que se le antojara.
Un gran espejo, sucio y lleno de telarañas, reflejaba su imagen entre divertida y estrafalaria.

El arcón marcaba el inicio dela Navidad. La abuela guardaba en él cajas llenas de adornos. Algunos antiguos, de cuando su padre y sus tíos eran pequeños; otros comprados en las ferias navideñas de los pueblos aledaños y algunos hechos por la niña y sus primos las tardes lluviosas, cuando no podían salir fuera.

Algunas noches, después de cenar, la niña se sentaba en la gruesa alfombra que había entre la chimenea y el sofá y dibujaba postales con sus lápices de colores. Las engarzaba en un hilo rojo y las colgaba del abeto que adornaban cada año.

La niña casi había llegado al patio empedrado que circundaba el caserón. Se detuvo y miró atrás sintiéndose afortunada.

Cuando era pequeña no cuestionaba su felicidad. De manera lógica, su mente infantil de niña bien atendida y querida daba por hecho a todos y a todo lo que la rodeaba. Ahora, más mayor, empezaba a vislumbrar que la vida era más complicada. Se sentía feliz de tener a sus padres, a sus abuelos y a sus primos, pero ya sabía que no sería siempre así, que no todo permanecería tan perfecto. Ahora se daba cuenta de que, a veces, sus padres estaban preocupados por algo: el trabajo, el dinero o por alguna situación adversa por la que pasaba algún familiar o amigo.
 Era más consciente del paso de los años al ver envejecer a los abuelos; algunos compañeros de escuela habían perdido a algún familiar y ella les había visto llorar y había intentado consolarles mientras la fría mano del miedo le atenazaba la garganta y deseaba con todas sus fuerzas que nunca le pasara nada a sus seres queridos.

Ahora la niña ya no era tan niña y se resistía a dejar la niñez. En su rutina cotidiana, la niña, en algunas ocasiones, hasta deseaba que el tiempo volase para ser mayor. Unas veces se imaginaba azafata de vuelo o periodista, viajando y conociendo países lejanos. Pero cuando volvía a la casa de los abuelos se olvidaba de todo aquello y solo quería permanecer niña, inmersa en un tiempo y un espacio de días sin fin y paisajes abiertos.


De repente, notó algo frío en la cara y, quitándose el guante, se llevó la mano a la mejilla. Estaba mojada y, al momento, también su mano y su nariz. Echó la cabeza hacia atrás y miró al cielo del que empezaban a caer translucidos copos de nieve.

Unos brazos la rodearon y unos labios le estamparon un beso en la helada mejilla. Se giró y vio la amplia sonrisa de su madre. Detrás de ellas, su padre se afanaba en sacar bolsas y paquetes del asiento trasero del vehículo. La niña y su madre fueron a ayudarle y los tres juntos se apresuraron a entrar en la cálida y acogedora casa.
La niña se sentía feliz.

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