CUANDO LO BUENO ES ETERNO


La tarde se hace larga, parece que se estira y no se acaba, el sol cae inclemente y el atardecer ni se intuye, anhelando un poco de brisa fresca y luz crepuscular.

La lasitud nos invade y mover una mano se antoja un movimiento costoso; tan solo apetece mover los ojos contemplando los objetos cotidianos con la mirada nueva de cada verano, imaginando perspectivas y buscando las sombras que nos los hacen percibir de otra manera.

Viendo sin ver, imaginando y casi soñando retrocedemos en los recuerdos y dejamos asomar al niño que fuimos alguna vez. Vaciamos la cartera dejándola en un rincón mientras sonreímos exultantes ante un eterno verano de tres meses que se nos ofrece a manos llenas con sus colores, aromas y sueños por realizar.

 Ya no somos niños pero aún podemos evocar esa felicidad,  mezclada con gotas de nostalgia que nos provoca un cosquilleo en el estómago, y volver a degustar un helado de libertad, a calzarnos las sandalias que nos llevarán donde queramos llegar porque aún no hemos escogido un camino en la encrucijada que nos ofrece la vida; a poder dejar las cosas para mañana porque todavía hay muchas mañanas por llenar.

Así que, aunque solo sea por una tarde de domingo, desprendámonos de la coraza de lugares, nombres y hechos que nos acompaña e imaginémonos jóvenes, crédulos e inocentes con un largo y eterno verano por delante.

Ya mañana seguiremos caminando por nuestra vía en la dirección que la vida nos marca, pero hoy volvamos con el corazón a la salida anterior, aquella que una vez nos pareció que no llegaba nunca mientras la recorríamos en un instante.

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